En los rincones más recónditos de Guerrero, la violencia y el miedo se han enraizado, forzando a los más jóvenes a alzar las armas en defensa de sus comunidades. Dos niños, apenas con 12 años, empuñan escopetas calibre 22, sumándose a otros siete jóvenes de 18 años en Acatlán del Río, municipio de Heliodoro Castillo, contra los ataques de La Familia Michoacana, un grupo criminal que ha desatado el terror en la región.
Bajo nombres ficticios para proteger su identidad, «Alan» carga un arma con dificultad debido a su delgadez y baja estatura, consciente de que su deber es proteger a su familia. La incursión de La Familia Michoacana en esta remota zona serrana, a más de 7 horas de Chilpancingo, ha desencadenado una ola de violencia diaria, con ataques con drones que han dejado casas destrozadas y aterrorizado a los habitantes.
Estos ataques a veces implican hasta 25 explosivos lanzados por los miembros del grupo criminal, obligando a la población a refugiarse bajo techos de concreto, un recurso escaso en viviendas mayormente construidas con láminas. Una residente, temerosa de represalias, describió cómo una bomba incendiaria devastó su hogar, poniendo en peligro sus vidas y mostrando la cruda realidad de la situación.
La violencia ha llevado al éxodo de los habitantes: algunos huyeron a Estados Unidos, otros buscaron refugio en Chilpancingo y Acapulco. Los valientes que permanecieron lo hicieron para proteger lo que con esfuerzo construyeron, conscientes del peligro constante que acecha su hogar, sus pertenencias y su vida misma.
La línea que separa a la comunidad de los sicarios de La Familia Michoacana es la presa El Caracol, un cerro frente al ejido. Diariamente, alrededor de las 10:00 horas, los disparos al aire de los sicarios anuncian la inminencia de los ataques con drones, sumiendo a los pobladores en una tensión permanente, viviendo a la espera de la próxima embestida de violencia.
